—No tengas prisa. —le decía su madre, cada vez que salían de una pastelería. —No tengas prisa. —le gritaba su padre, siempre que entraban a un quiosco. Incluso, su novia pronunció las mismas palabras, cuando él le pidió el primer beso. Con los años, logró controlar tanta ansiedad, tanto desasosiego. Por eso, aquella noche, en aquel lúgubre sótano, a la chica que permanecía inmovilizada sobre la cama, le dijo: —No tengas prisa, me gusta hacerlo lentamente. —al tiempo que le arrancaba otra uña con unas tenazas, mientras ella chillaba: ¡Mátame ya!
Uf, qué bueno. El sadismo llevado con elegancia :-)
ResponderEliminarMuy buen relato. Un abrazo
Muchas gracias por tu comentario.
EliminarBesos.