Cuando lo ingresamos pasó a ser el 166. Aunque, hacia tiempo que había olvidado quién era. Allí todo lo relacionado con él iba acompañado por esa cifra: la habitación del 166, la comida del 166, la medicación del 166, el aseo del 166. Me acostumbré a ello también, siempre acababa mis frases con el dichoso 166. Hice amistad con la 165. El 163 se marchó pronto a casa. El 167 no nos dejaba descansar. Y la 168 murió al poco de llegar allí.
Pero un día, me dijeron que no podían hacer más por él, que había llegado a su punto final. A partir de ese momento, ya no hubo comida para el 166. Ya no hubo medicación para el 166. Ya no hubo aseo para el 166. Ello provocó mi rabia y quise demostrarles que el 166 era algo más que un número.
Llego el instante en el que aquel monitor trazó su última línea continua y el silencio lo ocupó todo. Por fin, se liberó de aquella nefasta cifra. Aunque de fondo, aún pude escuchar: el 166 ha fallecido ya.
Fotografía: Ana Vidal