En verano, cuando volvía del pueblo a la finca donde mis padres eran los guardeses, por atajar, atravesaba la pradera de girasoles. Me gustaba sumergirme y traspasar aquel mar ocre.
En esa época, cuando las semillas de mujer comenzaban a brotar en mí, era muy ingenua. Por ello, la tarde que tropecé en el interior del campo con el señorito, no me asusté. Pero su comportamiento fue tan inesperado como salvaje. Se abalanzó sobre mí como una fiera. Su lujuria rasgó mi vestido y mancilló mi inocencia. Nadie escuchó mis gritos bajo aquel frondoso verdor, que comenzó a perlarse de rojo.
Desde entonces, a la sombra de los girasoles, espero hasta que mi familia me encuentre al llegar el tiempo de la siega. Al fin, sabrán por qué no regresé a mi hogar.
Muy bueno, has hecho un hilvanado estupendo con esas palabras
ResponderEliminarUn abrazo
jo , que duro...
ResponderEliminarmuy bueno. ninguna palabra forzada
saludos
Muchísimas gracias por tu comentario.
EliminarUn abrazo.