El disfraz era auténtico, de piel. Había encargado que se la trajeran de los bosques siberianos. Y la dentadura, blanca, perfecta, esculpida, diente a diente, en la mejor clínica odontológica que encontró por internet. Su voz ahora era más varonil, gracias a un famoso logopeda londinense. Además, había pasado dos meses conviviendo en la selva amazónica con una tribu caníbal.
A su amante le gustaba vestirse de Caperucita y siempre le decía: “Tienes que meterte más en el papel, apretar más fuerte, no te siento”. Él estaba listo, preparado, en la cama, esperándola, dispuesto a devorarla desde el primer mordisco.
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