Otoño, la lluvia acompaña el atardecer. Del centro de la ciudad han desaparecido todos los taxis libres. La gente camina guarecida en los paraguas o bajo los soportales. Ella sale de su despacho y con la mirada busca una luz de esperanza. Él en la acera de enfrente hace rato que aguanta el chaparrón, oteando la serpiente destelleante que se mueve bajo el agua. De repente aparece una luz verde. Ambos alzan sus manos. El vehículo se detiene. Por una puerta entra ella, toma asiento y le dice al taxista:
—A la calle…
Al mismo tiempo, por la otra puerta, él entra también y toma asiento. Cruzan sus miradas y ella le dice:
—¡Oye! ¿A dónde vas? Este taxi es mío.
Él sonríe y le contesta:
—Contigo al fin del mundo.
Fotografía: Ryan Weidman
Ja, ja, ja... Y encima ligará y todo. Desde luego hay gente que sabe muy bien cómo ser desvergonzado y encima caer símpatico. Brillante, Javier. Saludos
ResponderEliminarMuchas gracias, David, por tu visita y tu comentario.
EliminarUn abrazo.
O era una chica bellísima o la imperiosa necesidad por tomar un taxi para escapar del aguacero le hicieron ser tan romántico, jeje.
ResponderEliminarQueda por saber si ella aceptó. Me atrevo a afirmar que sí.
Un abrazo.
Muchas gracias por ti comentario, Josep. Pienso que las dos cosas, el aguacero y la belleza de la chica.
EliminarUn abrazo.
Muchas gracias por tu comentario, Julio David.
ResponderEliminarUn abrazo.