La caja de lápices, con los que ella pintaba cada mañana, había desaparecido y eso que la tenía bien escondida. Pero no estaba, tal vez la encontraron en el último registro. De nada había servido envolverla en una bolsa de plástico y meterla en el interior de la cisterna. Ya la avisaron: “Si no dejas de emborronar las paredes con esos dibujos, te quitaremos los colores”.
Desde que la encerraron allí, aquellas pinturas habían sido su luz, su libertad. Ahora, además de la soledad, su única compañía sería la oscuridad, ya que no podría dibujar más amaneceres al despertar.
Muchas gracias por tu visita y tu comentario, Julio David.
ResponderEliminarAdemás de prolífico, eres un artista de las palabras. Bellísimo relato.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchísimas gracias pro tu comentario, Josep.
EliminarUn abrazo.